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AQUEL VERANO EN FORMOSA

Por: Pablo Casal

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Han pasado más de veinte años de aquel fantástico viaje a la selva formoseña y muchos recuerdos aún siguen presentes en mi memoria.

La idea del viaje nació gracias al “Trompo”, el lavacopas del bar en donde yo trabajaba. Él era oriundo de Formosa y en el verano viajaría hasta allí para ver a su familia. Le pregunté si podía acompañarlo y con una gran sonrisa me dijo que sí. Una vez llegados a la ciudad de Formosa, tomamos un pequeño autobús que, después de algunas horas, nos dejó en medio de una carretera de tierra. Allí mismo comenzamos a caminar cruzando grandes campos arados y saltando, cada tanto, algún que otro alambrado de púas ante la atenta mirada de decenas de vacas.

Llegamos a la casa del Trompo al atardecer y allí encontré, sentados junto a un gran árbol, a su padre, su hermano y algunos de sus primos. La casa estaba hecha con troncos de palmera y no tenía frente, simplemente una hilera de pequeños troncos, que formaban una especie de “parecita”. El suelo de la casa era de tierra y en medio de lo que, supuestamente, era el salón había un hueco en donde constantemente ardía un fuego que utilizaban para cocinar. Todo allí dentro olía a humo y estaba teñido de hollín, de más está decir que en la casa no había luz, ni gas, ni agua corriente.

Llegar allí fue como retroceder en el tiempo cincuenta años o tal vez cien.

No habían pasado ni quince minutos desde que habíamos llegado a aquella pequeña casita, cuando uno de los primos del Trompo dijo en voz alta: “Vamos a mariscar”. No tenía idea de lo que eso significaba, pero en cuanto un rifle apareció en escena, entendí que se estaban preparando para salir a cazar. El sol ya se estaba ocultando detrás de las palmeras y yo me preguntaba como iban a “cazar” en medio de la noche.

Salimos de la casa y a los pocos metros comenzamos a caminar en fila por un pequeño sendero que se adentraba en la selva, uno detrás del otro y sin salirse del angosto camino. “Nunca te salgas del caminito de tierra, porque hay yararás por acá” me dijo el Trompo mirándome de reojo por encima del hombro. En ese mismo momento bajé la vista pensando si mis botitas Reebok negras serian el calzado adecuado para la ocasión, pero a los pocos segundos recordé que los tres primos del Trompo iban descalzos y eso me dejó un poco más tranquilo.

Llevábamos un buen tiempo caminando cuando comencé a escuchar algunos ruidos a mi izquierda. Nadie más parecía escucharlos o siquiera darle mucha importancia, con lo cual opté por no decir nada. Seguíamos nuestra marcha por aquel sendero de tierra y yo continuaba escuchando ruidos siempre a mi izquierda. Sonidos como si alguien o algo pisara ramas en la oscuridad de la selva, siempre siguiendo nuestra misma dirección. Giré la cabeza hacia atrás y le dije al hermano del Trompo: “¿Escuchas esos ruidos, qué es eso?”, señalando con el dedo hacia la oscuridad de la selva que se encontraba a mi izquierda. “No es nada, seguí caminando” me dijo sin más explicaciones.

 En un determinado momento uno de los primos dijo algo que no pude entender pero hizo que toda la fila se parara en seco. “No te muevas” dijo el Trompo y se adelantó unos metros. Vi como hablaba con sus primos mientras uno de ellos sacaba un encendedor del bolsillo de su camisa. El Trompo volvió y me dijo: “Vieron una yarará, así que van a prender fuego, espera acá y quédate quieto”. Uno de los primos encendió una rama seca llena de hojas y la acercó a una palmera que pocos segundos después comenzó a arder. Los otros dos primos volvieron a repetir esa misma acción y en pocos minutos ya podía sentir el calor del fuego en mi cara. La selva estaba ardiendo.

Seguimos camino, dejando esa escena infernal a nuestras espaldas, como si aquello hubiese sido la cosa más normal del mundo. Llevábamos horas andando y el sendero se convirtió en una gran explanada sin nada de vegetación. Allí mismo y sin previo aviso comenzaron a sentarse en el pasto en lo que, supuse, sería un descanso obligado en nuestra aventura. Me di cuenta, allí sentado en ese gran claro en medio de la selva formoseña, la impresionante cantidad de luz que daba la luna. Iluminaba todo a nuestro alrededor, aquella luz de luna siempre la recordaré.

Mientras descansábamos fuimos visitados por algunos caballos, que tal vez sorprendidos por nuestra presencia se acercaron para vernos. Seguimos camino, después de unos cuantos minutos de descanso, pero esta vez por grandes extensiones de tierra abierta. De repente todos dejaron de avanzar, como había sucedido horas antes en nuestro encuentro con una yarará, pero esta vez el motivo era distinto.

Uno de los primos cargo el rifle y otro sacó una linterna de una vieja mochila que llevaba en la espalda. Nadie decía una palabra, con lo cual supuse que la situación era seria. Opté por no preguntar ni decir nada y simplemente puse todos mis sentidos en intentar ver que iba a suceder a continuación. Uno de los primos, el más alto (lamentablemente no recuerdo ningún nombre) se puso detrás y colocó el rifle en el hombro derecho del primo que estaba delante. El primo que estaba delante, con el rifle apoyado en su hombro era quien llevaba la linterna y de algún modo, según lo que entendía de la situación, era quien debía “conducir” al primo que estaba detrás preparado para disparar.

Comenzaron a alejarse de nosotros, uno detrás del otro, en plena noche y con la linterna apagada. Noté que cada tanto dejaban de caminar y se quedaban totalmente quietos, como si estuviesen congelados. Acto seguido se movían lateralmente a la izquierda, como si fuesen las manecillas de un reloj y seguían avanzando en línea recta. Parecía como si estuviesen en una especie de danza o baile, aunque todavía no sabía con quién estaban bailando.

“Se mueven para que no les dé el viento en la espalda” me dijo el Trompo al oído, rompiendo el tenso silencio que toda aquella situación había creado. “Ya están por llegar, mira” dijo a continuación señalando con el dedo hacia donde estaban los primos, que ya se veían pequeños en la distancia. La tensión podía palparse en el aire fácilmente.

Según me parecía, estaban acercándose a un matorral en medio de aquella gran explanada de tierra, pero aun no entendía el por qué. De repente el primo que iba delante encendió la linterna apuntando al matorral y de allí, casi instantáneamente, se asomó un largo cuello con una pequeña cabeza. Vi como un flash de luz iluminaba las siluetas de los dos primos y acto seguido el ruido del disparo hizo eco en nuestros oídos, despertando también a aquella selva que dormía a la luz de la luna.

No hizo falta un segundo disparo, cuando comenzamos a acercarnos el ñandú ya estaba muerto. Allí mismo, a la luz de la luna, sacaron los machetes, un par de cuchillos y comenzaron a descuartizarlo. Al poco tiempo el trabajo estaba casi hecho, toda la escena era surrealista ante mis ojos y sin embargo tan normal y cotidiana ante los suyos. Estaba claro que nada debía desperdiciarse, todo tenía un valor y un significado, había que llevarse todo. Quedaban algunos minutos para terminar la faena cuando un gran relámpago iluminó el cielo completamente, seguido del rugido de un trueno. Casi al mismo tiempo todos dejaron caer los cuchillos y machetes al suelo, se miraron con cara de preocupación y dieron por terminado el trabajo. Lo que quedaba del ñandú sería para los habitantes de la selva.

La lluvia comenzó a caer cuando ya estábamos en el sendero que nos había llevado hasta la explanada de los caballos. Ya dentro de la selva, uno de los primos que iba delante, dejó de caminar, giró hacia la izquierda y abandonó el sendero. Todos lo siguieron mientras yo veía la escena desde atrás. “No te salgas del sendero” repetía en mi mente, una y otra vez.

“Vení, acércate, pero no mucho” me dijo el Trompo moviendo la mano para que vaya hacia donde estaban. Caminé hasta el borde mismo del sendero, justo en dirección hacia donde se habían ido y vi que uno de los primos apoyaba su cabeza contra un árbol. Cerró los ojos y al volverlos a abrir noté que una gran sonrisa se había dibujado en su curtido rostro. Con esa gran sonrisa miró hacia donde yo estaba y gritó: “¡Miel!”. Acto seguido golpeó el árbol con el codo, una, dos y tres veces, hasta hacer un agujero en su corteza. Resulta que el árbol estaba hueco y de su interior salieron cientos de abejas zumbando en medio de la noche. Mientras tanto, sin preocupación alguna por las abejas, el primo metía el brazo entero dentro del árbol hueco y sacaba un gran trozo de panal chorreando miel.

Todo eran risas y bromas, sin dudas, esa miel era un tesoro, un oro líquido. Después de recolectar el dulce banquete seguimos nuestro camino de regreso a casa, habíamos caminado durante horas, pero la recompensa obtenida hizo que todo aquel esfuerzo haya valido la pena.

Todavía era de noche y al llegar de vuelta a la casa, vi que a un costado de la pared lateral había una pequeña y ancha columna de ladrillos con una especie de hueco en la parte superior. Parecía ser un altar como esos que se ven al costado de las carreteras. Al acercarme un poco más me di cuenta de que dentro había un plato de comida y un vaso con algún tipo de líquido.

Nos sentamos todos dentro de la casa junto al fuego, en unas viejas y remendadas sillas, mientras uno de los primos preparaba algo para comer. El Trompo se sentó a mi lado y le pregunté: “¿Che, ese altar para qué es?”

“Es para el Pombero” dijo el padre del Trompo con un tono amistoso y la mirada puesta en el fuego. Esta era la primera vez que escuchaba su voz.

“Una noche fría me levanté a echar leña al fuego y lo vi ahí, en aquel rincón. Se ve que esa noche tenía mucho frio, porque nunca entra en casa. Estaba de espaldas, todo encorvado y con la luz del fuego podía verle todos los pelos negros, parecían como espinas”. Mientras hablaba, él y todos los demás tenían sus miradas clavadas en el fuego. “Estuve a punto de agarrarle el bastón, pero no me aminé, pegué media vuelta y me volví a la cama” dijo con un aire de resignación.

“Te acordás los ruidos que escuchaste en la selva, era él. Nos estaba siguiendo para ver qué hacíamos” me dijo el Trompo mientras mordía un pedazo de empanada. “Igual no pasa nada, con nosotros es bueno, siempre le dejamos un poco de comida y algo de tomar”, concluyó con un tono de voz tranquilo y sereno.

Así fueron mis primeras horas en la selva formoseña.

Pasé allí quince días, inmerso en un mundo fantástico, lleno de fabulas e historias, viviendo en un rincón de la Argentina en donde el tiempo se había detenido. Siempre estaré agradecido al Trompo y a su familia; al principio de esta aventura creía que ellos no tenían nada pero al final me di cuenta de que ellos lo tenían todo.

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