Si pensamos en aquel año 1999 seguramente recordaremos que muchos estaban enganchados al Grunge de Seattle con Pearl Jam o Nirvana, algunos otros se sorprendían con un rubio cantante de hip-hop llamado Eminem que aparecía en la escena musical; mientras otros tantos esperábamos ansiosos los conciertos de Metallica o Kiss en Argentina y muchos otros miles de argentinos deliraban con el cuarteto cordobés y el Potro Rodrigo. En ese mismo año, Neo decidía si tomarse la píldora azul o la roja, un niño le contaba a Bruce Willis que veía gente muerta y Brad Pitt nos decía que la primera regla del club de la pelea era no hablar del club de la pelea.
Algunos pensaban que al llegar el año 2000 todos los ordenadores explotarían y el mundo tecnológico colapsaría, pero lo que no sabían los argentinos era que lo que estaba por colapsar no eran los ordenadores sino el país entero.
Igualmente todo esto era irrelevante para dos personas, su mente estaba enfocada en otra cosa, algo por lo que habían entrenado duro durante muchos meses. Algo por lo que estaban a punto de embarcarse en un viaje que muchos de nosotros, por aquella época, ni siquiera sabíamos que existía.
Una carrera al otro lado del mundo, llena de historia y cargada de esa energía que poseen las grandes aventuras. Hasta allí partieron, con mínimos recursos y muy poca información de los peligros a los que iban a enfrentarse. Con un trayecto mucho más duro que el actual, con mucha más dificultad y un calor abrasador, estos dos amigos se enfrentaron al mítico Spartathlon griego.
El jueves 23 de septiembre de 1999, Gerardo Re y Julio Kaul estaban a horas de enfrentarse a los 246km del Spartathlon Griego.
Por: Gerardo Re
Hotel Congo Palace (Lyfada, Atenas, Grecia)
Son las doce de la noche y nadie puede dormir. En la habitación estamos con dos franceses, Georges Le Roch y Rene Heintz, ambos es la segunda vez que vienen y en la anterior edición llegaron los dos. Se acercaba la hora de la competencia y los nervios y la ansiedad dominaban la cálida noche del final del verano griego.
Cuando habíamos logrado conciliar el sueño, a las 3 de la mañana suena el teléfono y saltamos de la cama, atiendo yo y maldigo al periodista del Diario Clarín que llamaba para reportearnos a esa hora, claro en la Argentina, eran las 6 de la tarde, le paso el teléfono a Julio y ni quise mirar a los franceses para que no me maten con la mirada. A las cinco de la mañana, empiezan a sonar los teléfonos de todas las habitaciones, había llegado la hora de levantarse a preparar todo, los franceses ya estaban listos, y yo tratando de entender cómo era posible que cuando mi esposa armó el bolso todo entraba bien y ahora sobraban cosas por todos lados. Guarde la bandera Argentina, la bandera de mi club de futbol favorito: Temperley y la bandera de mi Agrupación: Los Matuastos.
Salimos a la calle y estaban los 3 micros que nos llevarían hasta El Acrópolis, donde está el Partenón, lugar de la largada de la carrera, ya estábamos vestidos y con el número 65, Julio y 66 yo.
Cuando llegamos, bajamos del micro, quedamos parados frente a una imagen que no me voy a olvidar nunca, esa imagen de un monte de olivos, con esa edificación antigua arriba, que había visto en tantos libros, pero ahora la tenía ahí, frente a mí, con toda su majestuosidad y su historia. Pero era el momento de la competencia y había que tomar todas las precauciones del caso, ya tendríamos tiempo después para conocer.
La Acrópolis (El Partenon)
Muchos llevaban mochilas, cantimploras en la cintura, algunos japoneses tenían sus piernas cubiertas de tiras en forma de cinta adhesiva. Nosotros habíamos optado por llevar riñoneras, en la cual teníamos vaselina, Supradyn magnesio, Bayaspirinas, aguja para ampollas, curitas, cinta adhesiva, protector solar y un anti-inflamatorio. En cuanto a la vestimenta, Julio corrió con ropa clásica y yo me puse calzas por posibles paspaduras y me hice una especie de toga elástica debajo del gorro, que hoy después de la carrera, creo fue la mejor idea que tuve. A las 6:50 horas empiezan a avisarnos que nos preparemos para la largada y yo estaba con una sensación de diarrea que me mataba, pero fui al baño, que eran los olivares del Partenón y no pude.
Ya no había tiempo, los doscientos veintiocho corredores estábamos listos y a las siete en punto se larga la odisea por las calles de Atenas, me he dado cuenta que en las ciudades capitales del mundo, los automovilistas son todos iguales, si nos podían pasar por arriba, lo hacían, pero por suerte enseguida que salimos de Atenas, y se solucionó ese problema.
Los primeros 80 kilómetros fueron de una belleza incomparable, salimos atrás de todo con una única cosa en mente: llegar dentro del límite de 36 horas y tratar de disfrutar al máximo de la experiencia. Todo ese primer contacto con Grecia fue por un camino lateral a la autopista principal, que la teníamos siempre a la derecha y unos 50 o 60 metros hacia arriba, y del lado de la izquierda veíamos el azul más hermoso, una serenidad nunca vista y la transparencia del Mar Egeo, en el cual y no sé por qué razón hemos visto una cantidad muy grande de buzos en el recorrido. La temperatura era muy alta, pero los puestos de abastecimiento estaban muy bien surtidos, había bebidas de todo tipo, frutas, miel, galletitas, quesos, sopa, café, té y mil cosas más que ni me acuerdo, otro de los grandes aciertos que tuvimos fue que en cada uno de ellos tomamos y comimos algo, aunque sea un bocadito muy chiquito.
Mientras tanto y sin darnos cuenta, nuestro ritmo era un poco más rápido que el resto, recuerdo como anécdota, que había un hombre de aproximadamente 48 a 50 años, inglés, que el día que nos conocimos, cuando le dijimos que éramos de Argentina, siempre nos esquivó y no nos dirigió más la palabra, y en el kilómetro 50 lo alcanzamos y lo pasamos, nos grita !He Argentine, bravo, Argentine! y nos dimos vuelta al unísono y le dijimos con una sonrisa muy grande !Anda a la p… que te pario!, no sé si nos entendió, pero nos salió del alma. Casi llegando al kilómetro 81 estaba el primer puesto de control importante, pero antes había que pasar por el Canal de Corinto, por un puente de chapa a una altura que casi no podría explicarlo, tal es así que cuando estábamos arriba del puente le pido a Julio que me espere, porque quería ver aunque sea por un segundo ese imponente canal hecho en plena zona montañosa, para probar la altura, dejo caer un chorro de agua y esta jamás llegó a tocar el fondo, se desarmó antes de llegar.
Llegamos al puesto de control y había comida de todos los colores y culturas, pero el calor y el cansancio te quitan el hambre y comimos muy poquitos fideos, en ese momento un corredor italiano que había abandonado nos dice que ya eran 40 los abandonos por la temperatura y que tratemos de correr con cuidado que íbamos bien, a esa altura estábamos en el puesto 70 aproximadamente y llevábamos 40 minutos de ventaja con respecto al tiempo de cierre de los puestos y eso nos daba tranquilidad.
Al salir de ese puesto comienza el recorrido por la campiña griega, plantaciones de todo tipo pero predominando los olivares. Los puestos a esta altura, ya eran los centros de pueblitos pequeños, la mayoría sobre la montaña, todos eran muy parecidos, cuando entrabas por calles angostas, no veías a nadie, parecían deshabitados, pero cuando llegabas a la plaza central estaban todos esperándote, alentándote, era muy emotivo, algunos te pedían autógrafos, es que para ellos está arraigado en su cultura y te hacen sentir como el corredor más importante del planeta. Un par de kilómetros antes de uno de los pueblos, un chiquito se acerca en bicicleta y pregunta ¿Where you come from? y levantó la mano, entonces respondiéndole que éramos de Argentina le golpeo la palma de su mano, y se fue muy contento para el pueblo en donde, cuando llegamos, se había formado una cola larguísima de chicos, para que le palmeáramos las manos, fue muy divertido y duró aproximadamente 4 pueblos, esa costumbre. En uno de ellos fuimos recibidos por una niña de 10 a 12 años que vestida de una túnica antigua, nos entregaba una rosa, que todavía hoy la tengo guardada. Cuando cae la noche nos agarra en plena zona montañosa, a Julio se le empieza a hinchar el tobillo y nos empezamos a preocupar por su posible abandono, le doy un anti-inflamatorio con mucho miedo de que le pueda hacer un efecto contrario al que buscábamos, pero a esa altura daba lo mismo, para colmo de males, el piso era de un ripio grueso y todo el esfuerzo caía sobre los tobillos, por suerte se le calmo el dolor y pudo seguir.
Muchas veces durante la noche, veníamos corriendo concentrados en la oscuridad de la montaña y de entre los matorrales se escuchaba la palabra !Poto! Y el flash de una máquina de fotos nos enceguecía por unos instantes, eran los japoneses que acompañaban la carrera, filmaron y fotografiaron todo lo que se les cruzó por el camino y como a esa altura seguíamos ascendiendo puestos, habíamos pasado de ser los bichos raros, a ser creo, los más alentados, es que ya estábamos en el puesto 20 aproximadamente, y eso nos alentaba a seguir esperando lo que era, en los planos de la carrera, la subida más dura, que llegaría en el kilómetro 163.
En un momento de la noche cuando mirábamos a lo lejos, las siluetas de las montañas, veíamos que había una que tenía a lo largo y en forma uniforme, luces que se apagaban y prendían, y recuerdo que le decía a Julio qué diablos seria eso, lo que nunca nos imaginamos que iba a ser tan duro averiguarlo. Dentro de los pueblos, para saber el camino que teníamos que hacer en la oscuridad, estaban dibujadas en el piso unas flechas blancas, por desgracia, en la mayoría de ellos, la plaza estaba en lo más alto del pueblo y se hacía duro tener que subir hasta ese lugar.